sábado, 18 de julio de 2009

Ciclos

Escrito originalmente el
25 de abril del 2006;
pero vivido nuevamente.

En otro en torno,
ya sin lo perros:
un remake.



Me paré de la silla rápidamente. De un salto, convencido de que me volvería loco -¡Esta vez sí que sí!- me dije. Salgo a caminar. Pesco las llaves, me las hecho al bolsillo. Cierro la puerta con cuidado, pues están todos dormidos hace rato. Hecho un vistazo al cielo morado, mientras camino de memoria por la oscuridad del adusto antejardín. Así llego al portón, que se abre desde afuera con un cordel, sin llave. Y salen ellos corriendo. Mis perros. Y voy yo con ellos, con mis perros, para creerme perro. Así como el poema que escribí justo antes de salir... ¿Poema? da igual.

Comí una tortafrita con manjar antes del paseo, de las que hace mi viejo.

Para el camino cogí una banana del escuálido frutero ¡Como me gustan las bananas! Me encanta y fascina su bondad y perfección. La fruta predilecta. Viene envuelta y con “abre-fácil”, no te ensucia los dedos, esta llena de carne, no tiene pepas ni nada que fastidie, salvo ese concho oscuro que está al final. No es problema, pues la cáscara, al ser completamente removida para terminar con toda la parte comestible, se encarga de eliminarlo. Creo que es hora de tener un amor banana para mí…

Bueno, así iba yo. Caminando. Pensando en el afrentoso desatino que es comparar el amor con una banana. Peor aun: desearlo. Me sentí penoso y absurdo.

Mis perros corrían de aquí para allá ansiosos y animados ante la soledad de la noche. La misma noche que a mi me consumía de pena y lucidez. Había que marcar todos los territorios posibles: cagar por aquí y por allá y mearlo todo. Esa era la consigna todas las noches. El Kiper levantando la pata apresurado, y la Meche abriendo las ancas y acercando la panza contra el piso. Así todo el rato. Toda la caminata. Un par de veces levantan la cabeza para cerciorarse de que estoy a la vista. Estar seguros de que los acompaño y que no he cambiado de rumbo. Entonces, si están muy alegres y agradecidos, vienen corriendo y me saltan echándome todo su peso encima, ensuciándome la ropa y fastidiándome. Pareciera que quieren animarme, y de paso, que le meta mas chala a mi caminar. Que irrespetuosos que son con mi desdicha. No puedo evitar soltar una risa. Y la puteada que les hecho sale más falsa que mis intentos por disimular mi pena. No me pescan entonces, y se van a corretear las vacías plazas y veredas. Muertos de la risa.

La banana se acabó ya, y su cubierta pasó a formar parte ya de la sombra eterna que mantiene por allí una tupida ligustrina. Es que si nadie la ve no es basura, es mas bien un elemento natural que vuelve a la tierra para transmutar en quien sabe que organismos y elementos.

Llego a la esquina. La noche moja naranja el pavimento y la plaza. Trato de recordar el nombre que tienen las luces de los postes. Recuerdo cuando Felipe me contó que la luz naranja que usaba en su closet para hacer crecer como robles sus marihuanas, era la misma que se usaba para iluminar la mayoría de las calles de Santiago. Alguna wea con sodio… no recuerdo bien.

José Arrieta estaba completamente vacía. No pasaban ya ni transantiagos ni nada. En total no paso más que una patrulla, cuyos verdes ocupantes, de lejos, me dejaron ver sus vacilantes miradas. Amonestadoras. Y no dudo en mirarlos a los ojos con los míos llenos de esplín. Debe molestarles allí mi presencia. Pues, no voy apurado, no tengo prisa ni frío. La noche no esta hecha para caminar. Menos en un lugar como en el que vivo. Aquí no hay más que casas y supermercados. Soy sin duda un atípico sospechoso. La curiosidad que despierto en sus adormiladas caras no da para realizar las pesquisas de rigurosidad.

Sigo mi camino. Llego hasta la fuente de la villa Grimaldi. La fuente que se quedó fuera del recinto. Ahora la villa se llama parque por la paz.

Allí siempre me siento un rato. Si estoy muy triste me fumo un cigarrillo. Pero la verdad es que detesto el tabaco con alquitrán. Es más bien un símbolo de mi deseo de esfumarme como aquel humo que sale por mis narices y mi boca. Quizás apresurar al aire a consumir este cuerpo, que tanto amor siente por todo lo finito.


Allá lejos se ve santiago gigante. No diferencio su color del de la noche, púpura sangre de luces y contaminación. Alguna sirena suena a lo lejos. Alguien se debe estar muriendo, o algún tipo se escapa cagado de susto de los pacos que lo pillan. O vaya a saber uno, me pregunto, por cuantas terribles boberías puede sonar una sirena en esta ciudad.


¡Que frío!

Me paro del borde de la fuente, y pienso que ya es hora de volver. Los perros advierten la señal, giran en 180º el rumbo de su trote, y aceleran para sobrepasarme nuevamente. Siempre les gusta ir primeros. Anticiparse, ir adelante. Los veo hacer esto, y pienso que mi alma debe tener ojos y patas de perro. Pequeños y sumisos. Torpes y ruidosas.


Llegamos a la casa, y la Meche, como siempre, me agradece el paseo con cómicos saltos. Yo extiendo mi mano y toco su frente para decirle que amo hacerlo (sacarlos a pasear, libres cuando no hay nadie en la noche, sin collar) y que su agradecimiento es bienvenido con una sonrisa gigante en mis labios y mas aun en el corazón. De paso me lame las manos. Una costumbre bastante desagradable la mayoría del tiempo. Pero a estas horas de la noche y en estos tiempos de mi alma, un gesto simplemente adorable.

Los perros ya acostumbrados, una vez abro el portón, se guardan solos. No me doy ni cuenta y ya me han hecho sonreír de nuevo.


Giro la llave, y abro con cuidado. En esta casa todos duermen ya. Cuelgo la llave, me sirvo un vaso del último concho de coca cola que queda de la tarde. Me vengo al PC a estar un poco más solo y escribir alguna cosa.

Y es entonces que decido escribir acerca de esta noche. Esta noche y todo un día terrible y bello que se me acaba con este punto final.

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